© Dr. José A. Callejón.
D-Lejitos
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En una democracia madura, la autoridad no se impone a porrazos. Sin embargo, en la España de 2025, dos episodios recientes nos recuerdan que el uniforme no siempre viste justicia, y que la porra, lejos de ser símbolo de protección, puede convertirse en instrumento de humillación.
El pasado 17 de mayo, en Valencia, una familia afrodescendiente fue brutalmente agredida por agentes de la Policía Nacional. Los vídeos, difundidos por redes sociales, muestran a varias mujeres siendo golpeadas y reducidas con violencia desproporcionada. La víctima principal, Layli Colorado, denunció junto a su familia una agresión racista que ha sido respaldada por más de sesenta colectivos sociales. La escena, más propia de una redada en tiempos oscuros que de una intervención en un Estado de derecho, ha encendido las alarmas sobre el racismo estructural y la impunidad policial.
Pero no fue un caso aislado. En Oliva (Valencia), un agente de la Guardia Civil fue detenido tras difundirse un vídeo en el que golpeaba a una mujer esposada en plena vía pública. La víctima, indefensa, fue agredida por quien debía garantizar su integridad. El agente, lejos de ser un caso excepcional, acumulaba antecedentes por otras actuaciones violentas.
Estos episodios no son meras anécdotas. Son síntomas de un problema más profundo: el analfabetismo democrático de ciertos sectores policiales. La falta de formación en derechos humanos, la cultura de la impunidad y la ausencia de mecanismos de control eficaces han convertido a algunos agentes en caricaturas de sí mismos: más cercanos al portero de discoteca con complejo de poder que al servidor público que exige la Constitución.
Y todo esto ocurre bajo el amparo de una legislación que nunca debió existir: la Ley Orgánica 4/2015, más conocida como Ley Mordaza. Impulsada por el gobierno de Mariano Rajoy en plena efervescencia del 15M, esta norma ha servido durante una década para blindar a las fuerzas de seguridad frente a la crítica ciudadana, criminalizar la protesta y sancionar la libertad de expresión. A pesar de las promesas, el gobierno de Pedro Sánchez no ha derogado sus aspectos más lesivos. La mordaza sigue apretando.
Peor aún, el horizonte político no augura mejoras. Con un Partido Popular arrastrado por la ultraderecha de VOX, el riesgo de una regresión autoritaria es real. No hablamos de hipótesis: hablamos de hechos. El escándalo del software espía Pegasus, utilizado para espiar a periodistas, activistas y políticos independentistas, sigue sin esclarecerse. La sombra del espionaje ilegal planea sobre un Estado que parece más interesado en controlar a sus ciudadanos que en protegerlos.
La policía merece respeto, sí. Pero ese respeto no es automático ni incondicional. Se gana con ejemplaridad, no con impunidad. Cuando los agentes del orden se convierten en agresores, cuando la ley protege al porrero y no al ciudadano, cuando el Estado se convierte en vigilante de sus críticos, la democracia se tambalea.
No se trata de demonizar a todo un cuerpo, sino de exigir que quienes portan un arma y una placa estén a la altura de su responsabilidad. Porque si el Estado no es capaz de controlar a sus propios guardianes, ¿quién nos protege de ellos?
© Dr. José A. Callejón.